En la fotografía (muy rara) se observa al Coronel Gualberto Villarroel, a su lado
al Dr. German Monroy Block (papá de Manuel Monroy Chazarreta: El Papirri),
encima de Monroy al Dr Victor Paz Estenssoro, el Dr. Julio Zuazo Cuenca
y otros personajes que aún no encuentro a
nadie me ayude a reconocer.
Las tareas del ejercicio profesional, limitadas por tanto tiempo en estos días avivaron la restauración de las rarezas más inusuales en cada uno de nosotros. Confinados en el hogar cuyo perfume desatendimos por la batalla diaria, las inagotables horas se instalaron en cada uno de nosotros con todo su rigor. Es laborioso pensar no profesionalmente, apelar a nuestra propia desnudez, desabrigarse. En la intimidad del hogar uno se reexamina y descubre completamente sus manías. Toca con las manos la tierra húmeda, escucha el aleteo de las mariposas.
Mi abuelo en el jardín de su casa de la calle Panama, alimentaba decenas de pájaros en enormes jaulas de alambre y mi padre los criaba y consentía en un aparador de mármol entre la sala y el comedor de la suya en la plaza España. La manía nunca me alcanzó en la vida diaria, pero en mis zapatos siempre hubo ese polvo de la mañana repleto del canto de esos pájaros.
Ahora que me miro adentro y huelo a solo, distingo sin dudar al abuelo que está en mi rostro y a su sed qué despierta en el azul del día, el forcejeo silencioso con las palabras.
Unas horas al día permanecí enfrascado con las buenas y malas noticias de las publicaciones extranjeras de la especialidad y en el trajín de mis pacientes de emergencia postradas por la cuarentena y el tiempo restante, abrumado por el tedio, la biblioteca de mi viejo me reclamo cautelosamente. Suspendida en el tiempo y en la memoria; con la llave puesta y visible, nunca alcanzó a pedirme nada, ni siquiera mis palabras, pero en estos días sus enormes anaqueles se detuvieron a mirarme. Jamas me convocaron a pensar en ellos, pero cuando ingreso al recinto, los estantes me miran soñolientos, sonríen; llenan de transparencia el vértice de la vida para regalarme un concierto de Brahms, fotografías ineditas de hacen 80 años de la historia boliviana, o una puesta de sol que no detalla ninguna partitura.
Y sin previo aviso ni autorización, florecen las ventanas y empiezan a cantar los ruiseñores.
1.430 volúmenes atiborrados en 3 filas de ancho. Un arcoíris de textos de historia; literatura, filosofía, libros antiguos editados en Bolivia ya imposibles de conseguir, la mayor parte autografiados por sus autores, enciclopedias, novelas y poemarios, recortes de diarios, imágenes fotográficas y documentos personales propios de un museo, como casi toda su casa y gran parte de la casa de mi abuelo que por accidente ocupan un enorme espacio en la mía. La bendición del cielo, el azar, el insuficiente espacio en los domicilios de mis hermanos y su gran corazón me permitieron hacerme de ella.
La memoria estremecida de mi viejo (Sísifo) y el ilustre recuerdo de la pluma de Píndaro (mi abuelo) se instalaron en mi alma. La intemperie de sus dedos, la huella de sus palabras, se acomodaron en mis recuerdos. Resucitó la floresta solamente visible desde la ventana del despacho de mi abuelo en la cámara de diputados hacen mas de 40 años, las inagotables melodías del arrabal, los cuadernos de poemas de mi padre, que como un jazmín de brazos largos ocupan innumerables cajas, todos inéditos. La rosa de los vientos, el jubilo de las callecitas de Buenos Aires llenas de ilusión “Súper Sport” desde el ventanal de la oficina de la empresa boliviana de ferrocarriles en la avenida Santa Fe que mi viejo solía visitar frecuentemente.
Retumbaron en mis entrañas, el batallón de voces que poblaron mi niñez y en mi memoria todavía escucho sus preceptos: Un pie raíz y el otro estrella. El aire ligero de su colonia llena de frescura, el trino del soneto que trazaba los compases.
¿Que nieve, que tormenta alcanzo a liberar estos recuerdos en esta cuarentena?
¿Que nieve, que tormenta alcanzo a liberar estos recuerdos en esta cuarentena?
Como en un carrusel pintado a mano, mis recuerdos se mudaron desde las páginas de los libros hacia el aire fresco de la nostalgia, transitando por el olor a tinta de la vieja prensa de “Ultima Hora”, por el resbaloso y helado terraplén para los automóviles de la embajada de Bolivia en Bonn que nunca estuvo en uso mientras estuvo a cargo de mi abuelo en la navidad de mi infancia, por el busto de piedra de Beethoven en la casa donde nació el genio, en la calle Bongasse que alguna vez fue cabaret (en la versión del abuelo) hasta los baños árabes en el “casco antiguo” de los jardines colgantes del Alcazar de Toledo, donde pasamos largas horas de ensueño, saboreando tabaco y café moro revueltos con el alma y los espíritus nazaries de los antepasados.
La memoria da vueltas, como una golondrina lejos de su nido, entre el tiempo que pasó y el tiempo por venir. Esta noche de viernes, acuso sus palabras de sílabas pequeñas, en cientos de paginas que me dejaron sin saber ni como ni porque, con en corazón lloroso hasta instalarse a pura lagrima en la interminable conspiración de la sangre.
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